martes, 14 de diciembre de 2010

Tanta luz, tanto amor...


“En un universo de ambigüedades este tipo de certidumbre llega una sola vez, y nunca más, no importa cuántas vidas le toque a uno vivir”


Los puentes de Madison County.

Robert James Waller



Es difícil verlas.

A esas personas, me refiero…


Sobre todo en estas fechas en las que el estrés está a flor de piel, los almacenes vomitan cantidades ingentes de personal abducido, movimiento contínuo de compras y preparativos, de juguetes exóticos y pedidos imposibles, precios y cuentas, compromisos, polvorones y pestiños… Palabras que van de boca en boca resonando villancicos entre mareadas impresiones de avalanchas consumistas…


Y entre toda esa jauría, esa selva en que parece convertirse el planeta, algo así como sálvese quien pueda, la cuenta atrás ya ha llegado… En mitad de ese jaleo orgiástico de pocas ganas de trabajar y mucha de anís, veinticinco de diciembre, fun, fun, fun, hay ciertas personas que conservan esa luz, ese áura, que te devuelve la esperanza, que te hace sentir bondad cuando comienzas a sentir desesperación, que te aparta al mar de la tranquilidad cuando el navío parece adentrarse en los dominios del Kraken de las Navidades Pasadas, de esa tempestad que se repite impositiva cada año.


Es difícil ver a ese tipo de personas.

Profesionales como la copa de un pino, tanto de su trabajo como del saber estar ante situaciones en las que cualquiera de nosotros se arrojaría por la borda. No importa las horas que lleven trabajando tras un mostrador, tras el ordenador o en cualquier otro lugar menos grato y más a la intemperie, que ellos te regalan la mejor de sus sonrisas, pero no de forma falsa, porque eso se nota, sino rebosante de luz, de vida. No importa lo imposible que sea tu petición, que estas personas de las que hablo lo intentarán llevando por bandera que la amabilidad es un don gratuito que pocos saber repartir.


Y cuando otros caen, ellos son los eslabones que sostienen con reaños la cadena, los que sacan las castañas del fuego a los de siempre, los que orientan las velas cuando el resto de la marinería se esconden aterrados ante las olas que escoran el barco.


Y te das cuenta y los reconoces cuando te miran a los ojos y ves la templanza y la bravura emanando en sutil armonía.


Es difícil ver a este tipo de personas con tanta luz y tanto amor en su interior.

Sin embargo existen, se lo puedo asegurar.

Y estoy tan seguro porque estoy casado con una de ellas.




jueves, 4 de noviembre de 2010

Ese puntito azul pálido


"La Tierra no es más que un pequeñísimo grano que forma parte de una vasta arena cósmica"


Carl Sagan.



Que no hace falta dar marcha atrás para recordar lo ocurrido en este planeta hace millones de años… No… Todo se intuye a la primera de cambio. Quizás en los principios, cuando estaba el magma dando por saco y salía a borbotones por los zaguanes de la recién creada tierra, sí se podía ver cómo estaban ensambladas las placas, esos pedruscos que no son más que piezas de un puzzle establecido en las profundidades y que de vez en cuando protesta, se estremece, se despereza… Ronronea como un gato gordo, quejándose de su picor y recordando su nacimiento…


Es curioso cómo tras un movimiento sísmico, un temporal o una leve variación de su temperatura corporal, algo que a la Tierra le pasa desapercibida, el vello se nos eriza y las lágrimas aparecen en nuestros ojos al pensar que los dioses están ahí, que siguen viviendo de forma latente en este guijarro ancestral que se sostiene en una cuerda de funambulista, sobre un cosmos enérgico que gira sin parar, que oscila en el negro e infinito universo como un vinilo en un desconocido gramófono destilando melodías que somos incapaces de oír.


Y vapuleadas por los vientos astrales, nuestras almas siguen su compás, siguen latiendo nuestros corazones al ritmo de este baile galáctico, y a veces ocurre que se aletarga ese enlace natural y vamos dejando de lado nuestra alerta, nuestra visión desde fuera tal como si fuéramos los ojos de un satélite que observa “ese puntito azul pálido” allá en el horizonte de otro planeta, desde un callejón de Neptuno, con la buena perspectiva de seis mil millones de kilómetros. Como decía Carl Sagan en su reflexión sobre el Voyager II, video que por cierto, les invito a ver y con el que uno se puede sentir algo más humilde al contemplar nuestro escenario desde el graderío.


Y todo lo divino que hay en nosotros se desmorona cuando intentamos buscar en un par de segundos de existencia que llevamos como especie una explicación a los cambios de clima o una ecuación que nos permita saber y predecir lo que sucederá como si aún anduviéramos por Delfos en busca del Oráculo de Apolo… ¿Qué ha cambiado entonces?


¡Ay!… Cuánta soberbia… Cuánta altanería en palabras de ciencia que a fin de cuentas son observadas por la naturaleza como la madre mira su niño que se cae una y otra vez…


Tener controlado el mundo es algo que siempre hemos querido… Buscar explicaciones… Controlar lo incontrolable, o al menos creérnoslo, nos hace sentir fuertes, aun a sabiendas que en este examen, siempre tendremos las de perder.


Es como jugar al escondite con alguien que sabes que acabará encontrándote.


Y cuando la tierra tiembla o el cielo se oscurece, aparece la mano del jugador, y el vello se pone de punta cuando te susurra al oído que te ha encontrado…



NOTA: (Pueden ver el video de Carl Sagan pinchando sobre el título de este artículo)




viernes, 8 de octubre de 2010

Desde nueve mil pies



“No eran mis fuerzas las que requerían cuidados,

era mi imaginación la que necesitaba alivio”


Joseph Conrad. “El corazón de las tinieblas”




Hay veces en las que el navío pasa por canales estrechos. Siento desde la borda cómo las ramas de los juncos acarician las tablas por el través, avisándome que hay tierra tan cercana que casi se puede decir que el barco fuera caminando… No siempre hay espacio suficiente para navegar a gusto…


Escribí estas líneas desde nueve mil pies de altura. Tras diez horas de vuelo a través del Atlántico, tocaba hacer escala para llegar, al fin, a nuestro destino. Otro avión… Solo que este era mucho más pequeño.


Había pasado ya la medianoche cuando comencé a sentir aquella sensación.

Por si no hubiera bastado con las interminables colas de facturación sembradas de retrasos inexplicables y sudores ajenos pululando con mirada extraviada a mi alrededor, justo a un par de asientos (si es que esas minúsculas latas de sardina merecen el calificativo) por delante mía, se extasiaban de su ego cinco jóvenes veinteañeras a las que les importaba un cirio la serenidad de las más de cien personas que compartíamos cansancio y sueño entre aquellos centímetros de lata voladora.


Fue una sensación extraña. Escalofrío, ganas reprimidas de inmolar creencias y apariencias y empezar desde cero. Deseos de abrir la ventanilla y gritar hacia lo alto, de descubrir al hombre que manipula nuestras conciencias tras la cortina mientras Dorothy sigue engañada y pedirle explicaciones por su castigo.


Me hubiera encantado disponer de una de esas trampillas que utilizan los malos de las películas para deshacerse de sus secuaces ineficaces. Sentado en un gran despacho con vistas, puro en mano, deslizaría mi dedo hacia el botón rojo oculto bajo la mesa activando el mecanismo que dejaría caer al vacío aquellos cinco asientos convertidos en verbena.


El avión dio con una turbulencia; miré por la ventanilla para ver si el ala seguía en su lugar, observando el destello que la iluminaba entera desde mi parcela de cincuenta por cincuenta centímetros. La típica broma del bache sonó desde atrás del supositorio estelar, entre tufos axilares y miradas de flagelados mientras las gozosas jóvenes seguían su estruendosa fiesta particular sin consideración alguna por los demás, tal y como lo harían en la salita de su sorda y prostíbula abuela.


Dejé caer la mirada hacia el manual de instrucciones de emergencias situado en el respaldo del asiento inmediatamente anterior al mío (prácticamente a un palmo de mi nariz), que mostraba a un señor avanzando a gatas en lo que parecía ser un pasillo central en llamas… Entonces pensé en lo ineficaz que era su diseñador, o que quizás éste viajara siempre en primera, ya que le faltó pintar las casi doscientas personas de resto de pasajeros que le estarían pisando cada hueso en aquel hipotético minuto incendiario, sobre todo si ese pasajero/a que gatea ha estado cantando en su asiento, jugando a las cartas con sus iguales y lanzando al aire bromas absurdas sin tener un mínimo de saber estar.


Miré de nuevo por la ventanilla y observé con alegría que la ciudad ya se divisaba en mitad de la oscuridad, nublándose, como nos nublamos nosotros mismos, entre la bruma del exterior en mitad de aquella jungla negra, mientras acababa las páginas del acertado libro que me acompañó durante aquel viaje: El corazón de las tinieblas.





miércoles, 1 de septiembre de 2010

La sonrisa de Audrey




"Hay que acordarse de lo bonito, ¿no?... Y cuando llega lo feo, más: lo bonito... Porque tú hazte una cuenta de la gente en el mundo que no habrá tenido ni tiene más que penas y contras y aburrimientos... Así que los que hayan sacado un disfrute de la vida poco o mucho, qué menos que se acuerden, carajo, qué menos, y que se den con un canto en el pecho..."


"Las mil noches de Hortensia Romero"


Fernando Quiñones.





En la plácida calidez de este verano navego a veces por ciertas rutas que tienen coordenadas mágicas. Unas latitudes que juegan con la memoria de libros, otras longitudes que traen a mi recuerdo ciertos pasajes de cine… De cualquier forma, este navío de caprichosos vaivenes corta siempre con su quilla rumbos que me hacen estar atento… Y anoche, mientras sujetaba suave el desgastado radio del timón, me fui de vacaciones a Roma.


Cuántos de nosotros hubiéramos querido que al final de Vacaciones en Roma Audrey Hepburn hubiera salido corriendo hacia Gregory Peck dejando de lado aquella aburrida vida de palacios y esquemas establecidos…


Cuántos de nosotros esperábamos verla aparecer con su sonrisa de sol besando a aquel periodista y subiendo a su moto, paseando por la ciudad, destilando vida y emociones sin tener una agenda a la que rendir cuentas…


Probablemente, ese sería el deseo que pidió en el muro de los deseos concedidos. Quedarse para siempre entre los brazos de aquel que hacía sus momentos tan imprevisibles como fascinantes, de aquel beso a orillas del Tíber, de aquellos golpes literales de guitarra a policías secretos en el baile de Sant Angelo, de escapadas en plena noche para oler el aroma de la vida, y de enigmas silenciados en piedras de la verdad…


Sin embargo, me paro a pensar cuántos de nosotros hubiéramos abandonado esa agenda de palacio por amor… Cuántos hubiéramos publicado aquellas fotos por cinco mil dólares...


Quizás todos deberíamos tener una piedra de la verdad ante nuestra conciencia, ante esos momentos en los que nos toca decidir, y que aquella maldita boca mordiera de verdad a los mentirosos, que las sensaciones fueran puras y los sentimientos algo de lo que enorgullecerse, que nada de lo que se nos pasara por la cabeza fuera nublado en cuanto a palabras de amor se tratara… Pero en tal caso no seríamos humanos. No erraríamos, y esa es una de las condiciones para construir nuestra entereza y nuestra rabia, nuestros esquemas y nuestra justa medida del mundo.


Aunque quizás, eso sea lo que encierra la sonrisa de Aubrey.

Esa la expresión inocente de mente despejada que comprende que no pueden existir tales exigencias sino en un momento efímero, sabedora su mirada de que aquella sensación de libertad era finita, contando el tictac asesino de horas de forma implacable. Una sonrisa como la que se siente cuando uno ha cruzado ya varias líneas de sombra y mira hacia delante echando cuentas de las que le quedarán por cruzar…


Sin embargo, aunque consciente de su regreso a palacio alejado de pasiones fugaces, de que su paseo por Roma se acabará en cualquier momento, no hay nada ni nadie en el mundo que le quite esas pequeñas grandes cosas… Ese helado, ese cigarro, esas miradas de complicidad, ese beso a orillas del Tíber ni esa cautivadora sonrisa.


Recuerdo aquella escena de Gregory Peck cuando acabó la rueda de prensa, esperando tenso y solitario, comprendiendo una vez más el delicado y frágil material del que están fabricados los mundanos sentimientos, un minuto eterno en el que cualquier universo, cualquier variable, era posible…


Una escena inevitable que comienza a rodarse cuando nacemos, y que, con un poco de suerte, sabremos encajarla en el rodaje de nuestras vidas con una sonrisa tan soleada y sabedora como la de Audrey.





lunes, 2 de agosto de 2010

La mujer de Yucatán


"¡Es preciso que parta y viva, o que me quede y muera!"


Romeo y Julieta. William Shakespeare



Cuando todo parece arrasado por el temporal, cuando parece que el mascarón quedará hundido en la última cabezada, cuando varía el viento y el navío se desvía haciéndonos creer que nos astillaremos junto a los corales… Es entonces cuando la mirada cambia, y sale a flote la proa, y utilizamos el viento a nuestro favor… Y la situación sigue entonces siendo la misma a bordo del navío… Incluso algo mejor, más fresca…


Ocurrió en México.

Cenaba una noche en un restaurante de la península de Yucatán cuando, entre tintineos de copas de vino y ceras derretidas de velas ambientales, la vi. Era una mujer joven, rubia de pelo corto, que miraba hacia la tenue luz de una llama oscilante con la cabeza algo ladeada, pensativa. Pasaba desapercibida entre la multitud, entre las decenas de mesas que amablemente atendían los oriundos camareros, afanados en servir la cena, poco acostumbrados quizás a asedios de la emoción entre sus comensales, o simplemente ajenos a la batalla que aquella mujer libraba a solas.


La mirada, nostálgica, hacia el asiento vacío al otro lado de su mesa, hacía presagiar que su acompañante no aparecería, que aquella vela romántica encendida en mitad de la mesa sólo alumbraría su rostro, sólo sería cómplice de su eterna espera, de su mirada que ya lo daba todo por perdido; como si no fuera en aquel momento cuando estaba siendo abandonada por el amor o por la suerte que la diosa Fortuna le negaba, sino que fuera un recuerdo el que acudía a su mente, una especie de aniversario de lo ocurrido. Y sin embargo allí estaba, en la cubierta de su propio navío intentando tomar nuevas demoras y seguir el rumbo en mitad del temporal de emociones que la envolvía.


Y fue entonces, cuando más negra se tornaba la mar y más oscilaba la tenue luz de la llama en su rostro, cuando pude observar que levantó el brazo llamando al camarero. Lo primero que se me pasó por la cabeza es que iba a pedir la cuenta de la copa de vino que acariciaba con sus manos y a retirarse resignada al abandono por parte de su amante. Sin embargo, fue entonces cuando comprendí que aquella era una de esas personas que no se asustan del temporal ni de la ventisca, que salen a cubierta a capear los vendavales que se presenten dando la cara cuantas veces haga falta a los desafíos que la vida propone…


El camarero se acercó, y ella, con una extraña sonrisa que nacía desde el más profundo de los mares de sus ojos, de la más gallarda figura de mujer, del más insondable deseo de vivir, le pidió que le sirviera la cena.


Y mientras el camarero acudía a la cocina con la comanda, ella hizo oscilar su cabello rubio hacia atrás, el rostro despejado, con una sonrisa fresca, la cabeza alta, liberada de lastres, con ganas de seguir navegando, observando las mesas de su alrededor, sintiéndose segura en mitad de aquel mar de palabras cruzadas, de miradas ajenas y de vidas que danzaban en aquel restaurante, en aquella noche calurosa de la península de Yucatán.


Aún recuerdo aquella sonrisa de tranquila seguridad cuando el navío se escora más de lo normal o cuando el bauprés besa las olas con demasiada fuerza…


Y entonces alzo el rostro y dejo que el barco siga navegando…

Y suavemente, la proa se levanta y el navío sigue surcando mares…




viernes, 2 de julio de 2010

El mundo conocido



“¿Quién eres tú?”, preguntó la Oruga.

Alicia replicó algo intimidada:”Pues verá usted, señor, yo…, yo no estoy segura de quién soy, ahora, en este momento; pero al menos sí sé quién era esta mañana; lo que pasa es que me parece que he sufrido varios cambios desde entonces”


Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas. Lewis Carroll.




Diviso la costa por el través de estribor, hacia donde se escora levemente el navío. Una costa que aún no conocía personalmente y cuyos altos acantilados se ven imponentes, alzándose majestuosos como sombreros de los océanos, como tierras ignotas que explorar…


Hace poco he leído un artículo. Uno en el que aparecía una expresión que me hizo reflexionar. Es sobre Alejandro III, más conocido como el Magno, quien salió de Pella, la capital de Macedonia en la primavera del año 334 a.C. con la intención de conquistar el “mundo conocido”… Estas son las palabras... Me paro a pensar.


El mundo que él conocía, pero no todo el que existía en realidad. Hace tantos años que esto sucedió que ya hemos olvidado por completo ciertos aspectos que nos caracterizaban y que nos siguen caracterizando, como el hecho de que el hombre sigue explorando costas con la convicción del Non Plus Ultra, de que ya no hay nada más allá, que todo lo que vemos es lo que hay por ver.


Imaginemos que viajamos a través del tiempo hasta aquella época y nos sentamos delante del gran Alejandro o de cualquier ciudadano contemporáneo. Ellos pensaban que ya no existían más realidades, y lo siguieron pensando durante cientos de años hasta que se descubrió que en el giratorio planeta en el que vivían había otros continentes… Otros mundos… Otra realidad. Y es que nos limitamos a ver lo que tenemos delante, pensando que nuestra posición se mide tan sólo en plano, por latitud y longitud, sin pararnos a mirar hacia arriba o hacia abajo… Hacia el cielo o hacia las profundidades máximas…


Observo la cabeceante proa y pienso si la verdad que me rodea, el esquema al que me agarro cada mañana cuando abro los ojos, es el único mundo conocido que voy a dominar, o si me quedan aún realidades por explorar, ya sean fuera o dentro de mí.


Si las ideas a las que me aferro hoy serán las mismas que mañana.


Si en algún momento, pueda brillar un destello de luz que haga desviar mi mirada al compás y el rumbo varíe, si va a surgir una escollera que me haga cambiar las demoras tomadas, si va a embriagarme algún dulce licor, playa dorada, páginas lúcidas, mar celeste o canto de sirena que me haga navegar por un universo antes no imaginado, ni tan siquiera sospechado.


Una realidad que me conduzca hacia nuevos mundos que conquistar y que me haga recordar que nunca pisamos terreno conocido, que jamás podremos estar seguros de conocer la realidad que nos rodea puesto que es un cosmos mutable, giratorio, y todo lo que lleva encima de su lomo se mueve, inevitablemente, a la misma velocidad…


Una realidad inestable como las mareas.

Volátil y efímera, como la espuma del mar…




miércoles, 2 de junio de 2010

La gaditana robada



"Estaba Cádiz de tal manera que era horror verla y lástima tan grande que no hubiera corazón que no se enterneciera viéndola tan desfigurada y tan otra de lo que era"


Historia del Saqueo de Cádiz por los ingleses en 1596, escrita por F. Pedro de Abreu




Hay veces que paso navegando suavecito por añejos puertos en los que aún parecen sonar ecos ya olvidados por viandantes de gregarias vidas. Presas de relojes y de tiempos almacenados en cuadrículas y calendarios de días tachados sin compasión, inconscientes de su irreversible extinción… Un tiempo que a veces se pliega y esconde en sus arrugas ciertos recuerdos… Un tiempo que se espesa…Que se vuelve a inventar él solo…Un tic-tac engañoso, enlucido de mil colores para hacer más llevadero el rumbo, para recordarlo y no acabar estrellado en los arrecifes…


Y viene a mi recuerdo aquella foto…

Y no para de oscilar sobre mis sienes el martillo de esa cordura perdida por el paso de libros, de almacenes polvorientos y de miradas profundas en personajes empañados por ortos y ocasos. En cientos de historias que se repiten una y mil veces como decía Tucídides o el propio Vico…Un círculo enigmático y sometido en infinitas ocasiones a presiones y frentes, estancado en una línea isobárica que no varía, un punto sureño acariciado por unos dioses y vapuleado al mismo tiempo por otros que jamás pudieron soportar la envidia hacia tal derroche de luz…


Aquella foto está sacada desde un rinconcito de Londres…

Se fue, tal como tantos se han ido de su tierra natal, de su hogar para buscarse un futuro, para dar de comer a bocas hambrientas o para ganarse la vida de cualquier manera honrada… Y de alguna forma veo el paisaje nublado y algo melancólico del Támesis y mis recuerdos viajan al sur… Mucho más al sur… A aquella tierra entre levante y poniente, entre dos mares que se besan, devastada una y otra vez por piratas, a aquel paso de grandes navegantes tan olvidados como sus gestas, a un viento perenne que henchía las velas de navíos que llegaban de sus campañas transoceánicas cargados de un maldito metal amarillo… De aquellas murallas hartas de soportar saqueos por los mismos mercenarios a los que sus reyes idolatraban…


Saqueos… Me quedo pensando en esta palabra…


Y mi mente y mi pensamiento de viajero del tiempo sonríe al pedir un café frente a la Galería Nacional, en Trafalgar Square, y observar que es una gaditana quien me lo sirve… Y me mira con alegría dándome dos besos. Y algo más tarde tomamos una cerveza que sueña con cazón mientras me relata lo poco que tardó en encontrar empleo y lo bien que le pagan por lo que hace… Y ambos sonreímos al mirar la altanera estatua de Nelson en mitad de la plaza… Lástima que no se recuerde de la misma forma a Blas de Lezo o a Álvaro de Bazán, y en cambio nos suene tanto el nombre de Drake…


Es entonces cuando la palabra “saqueos” vuelve a aparecer en mi mente… Y me doy cuenta de que sólo cambia el color de la historia. Y doy la razón a Tucídides y a Vico…La historia se repite, como un ciclo… Uno del cual algunos pueblos no pueden escapar. Y me tomo con ella otra cerveza en aquella lejana plaza londinense mientras canturreamos un tanguillo de Juan Carlos Aragón entre tácitas miradas de nostalgia y reconocimiento mutuo. El mismo tanguillo que canturreaba cuando saqué aquella foto desde su casa a orillas del Támesis a la mañana siguiente, antes de dirigirme hacia el aeropuerto.


Y mientras sobrevolaba aquella ciudad de horizontes inabarcables, la palabra “saqueos” volvía a martillearme las sienes cuando miré hacia mi lado en el avión y observé un asiento vacío que bajaba latitud en dirección al sur…


Y deseé suerte a aquella gaditana robada, obligada a partir.


Y pensé que, acabado el metal maldito, quizás a la piratería le sedujo más saquear las perlas que relucen en los ojos de cada andaluza, un poco de luz en cada gesto de sus milenarias miradas, de salada claridad, de eterno arte en cada uno de sus movimientos…


Y mientras dejaba atrás aquella ciudad un leve escalofrío me recorrió la espalda al pensar que ahora en Cádiz ya no se saquea el oro…


Ahora se saquean gaditanos.


Para Rubén y Susana.









lunes, 3 de mayo de 2010

El secreto de la isla



El secreto de la isla



“ Desde el barco no podíamos ver nada de la casa o de la estacada, porque estaban enterradas entre los árboles, y a no ser por el mapa que estaba en la cámara, pudiera creerse que éramos los primeros que habían anclado allí desde que la isla surgió de los mares.”


La isla del tesoro. R.L.Stevenson


“ – Sé dónde está la playa – dije.

Étienne enarcó las cejas.

– Tengo un mapa.”


La playa. Alex Garland.




El compás se mueve desde su burbuja, lento, seguro. Y varias gaviotas chillan cerca de la cofa y las escandalosas no callan, no descansan. Sólo se dejan llevar por el viento que asciende en los acantilados de esa isla cercana, mecidas por la brisa como el navío por las mareas, suave, siguiendo los impulsos que los latidos en mi muñeca dictan a la rueda del timón… Pum, pum… Pum, pum…


¿Quién no ha soñado alguna vez con perderse en una isla desierta?..


Una isla en la que imponer nuestras propias reglas, nuestras propias leyes y forma de vida sin que nadie las someta a crítica… Nuestro propio planeta… Un lugar en el que ser libres.


Quizás sea por ello que la idea de la pequeña porción de tierra en mitad del caótico y eterno mar haya sido una constante en la literatura a lo largo del tiempo y de las personas que se empeñan en comprenderlo.


Qué pasaría por la mente de Homero, si es que alguna vez existió, al cantar cómo Odiseo se moría de pena y rechazaba la inmortalidad al lado de la sugerente Calipso en su isla… Una de las tantas islas por las que desfiló combatiendo y lidiando con los caprichos de los dioses hasta regresar a su patria. Narraciones quizás influidas por el mosaico que representaba el mapa griego cuyas teselas eran fantásticos enclaves de culturas que parieron leyendas inmortales; un minotauro escondido en un laberinto bajo Cnossos… Islas mitológicas como aquella ciudad más allá de las Columnas de Hércules, construida sobre un islote de cinturones concéntricos que citara Platón como la Atlántida y que tanta imaginación ha generado a lo largo de la historia, hundida de la noche a la mañana sin dejar rastro en las profundidades del Océano…


Pero la idea insular como mundo prohibido, hermético y lejano no sólo se ha difundido por la historia antigua. Qué sería de nuestra infancia sin R.L. Stevenson y su Isla del Tesoro. Cuántas veces hemos deseado ser uno de aquellos piratas y desembarcar en una orilla de arena blanca como la harina llevando en nuestras manos un viejo mapa de piel en el que se marca una gran x… O dónde hubiéramos disfrutado más de un personaje tan fascinante como el capitán Nemo que en aquel regalo de Julio Verne llamado La isla Misteriosa… Compartir unos cocos con Robinson Crusoe en las isleñas páginas de Daniel Defoe o descubrir cómo un increíble Michael Crichton devuelve a la vida a las especies del pasado remoto en un enclave cercano a Costa Rica llamado Isla Nublar, más conocido como Parque Jurásico. Por no hablar de las millones de personas a las que no les hubiera importado estar Perdidos en la televisiva serie junto al enigmático y homónimo del empirista John Locke, o de navegar hacia la isla de los navegantes de Morris West en El Navegante.


No sabría decir por qué nos fascina tanto la idea de la isla perdida en mitad de la nada. Quizás no sea más que un recuerdo vago que el universo insertó en nuestros genes cuando aún éramos una especie primigenia. La idea de que nuestro propio mundo, nuestro planeta, no es más que una isla que flota en una aparente deriva elíptica en mitad del negro e insondable mar del cosmos.


O quizás, la razón por la que tanto nos hipnotiza, es que sea un reflejo de nosotros mismos, de nuestra vida, de nuestro ser. Cada uno de nosotros es y vive en una isla. Con nuestros propios valores y formas de interpretar los amaneceres, nuestras convicciones y dudas… Y es allí, en la ansiada orilla donde al fin encajaría ese puzzle que conforma nuestro mundo interior.


Ansiamos perdernos o salvarnos en ella.

Naufragar o volver a nacer, escogiendo quién ser y corrigiendo errores.

Convertirnos nosotros mismos en un atrayente promontorio flotante en este océano de vaivenes…


Deseosos siempre de que alguien llegue a nuestra orilla rodeada de tanto mar y nos encuentre antes de que lo haga El Señor de las Moscas


Deseosos de que alguien naufrague en nuestra costa y por fin nos revele el secreto que nos preguntamos desde que tenemos uso de razón:


Quiénes somos y cómo hemos llegado a nuestra isla…







miércoles, 7 de abril de 2010

El virus de la imaginación


"He sido un hombre que busca, y lo soy aún. Pero no busco ya en las estrellas ni en los libros: comienzo a escuchar las enseñanzas que mi sangre murmura en mí."

Demian. Hermann Hesse.

Parece que la mar tuviera hoy un velo blanco cubriéndola.

Y en la noche se desplaza el barco silencioso y corta esa niebla como si navegara sobre una desorbitada salina cuajada de cristales suaves y microscópicos.

Y la mente, que no para de estar alerta, juega con los alrededores regalando los colores y matices que se le antoja…


Todo empieza con un gesto, una leve brisa que surja tras una esquina, que arremoline papeles juguetones, o con cualquier sombra que oscile desde la rama de un árbol y se asome al borde de la imaginación. Como un demonio que posee, así llega la musa, y susurra, musita al aedo las palabras que luego se transformarán en letras. Y como si de un embarazo se tratara, la semilla de la locura se inserta sin pedir permiso entre las sienes de aquel que vislumbra vientos y siente vertical lo horizontal, aquel que vuelca verdades sobre la sartén del mundo conocido y las voltea para darle forma.


Y como si de un vendaval se tratara, ciertas formas aparecen en lontananza, acaparando minutos y segundos, horas y días completos para hacerse un hueco en la ya palpable realidad que hierve en un ente naciente, reclamando presencias, exigiendo espacios y sombras, que no saben de más impiedades ni bondades que aquellas que se le inyectan, ni de más miradas ni formalidades que las que la pantalla y el teclado les dejan ver. Todo un mundo es capaz de abrirse en este espacio blanco que se llena de realidades ocultas y sordas, de sensaciones sólo halladas en la cabeza del escritor, de la locura de vivir más vidas que la presente resumidas en la creación de algo que se escapa de las manos, que respira, que solicita, que suscita, que hace llorar, que ya vive en la mente de alguien que ordena el puzzle de sus caprichosas piezas y que, tarde o temprano, tomará miles de formas en otras manos lectoras.


Y así, el escenario de una vida se torna en cien vidas, en cien emociones, y las calles toman olores que antes pasaban inadvertidos. Y las esquinas solitarias se llenan de conversaciones, de miradas de amantes y traidores, de carreras y paseos por épocas y por historias. Y muy despacio, el juego con la realidad se hace visible y patente. Una especie de virus por el cual es imposible dejar de imaginar que tras este aparente mundo de Oz existen mil magos que esculpen formas detrás de la cortina.


Y cuando todo ese mundo sale al exterior en forma de cuento, relato o novela, tan sólo queda nostalgia, recuerdo de gente conocida, pensamientos que alguna vez se acercaron a aquello que se imaginó y que a partir de entonces pasó a formar parte del itinerario de verdades que uno toma como idea inteligible.


Ojalá la imaginación fuera un virus fácil de contagiar.

Ojalá, algún día, se extendiera como una pandemia por cada rincón del mundo.





miércoles, 3 de marzo de 2010

El Asedio






“…Porque es bueno que algo siga inmutable en alguna parte mientras la gente precise trazar rumbos sobre una carta náutica o sobre el difuso paisaje de una vida.”

Arturo Pérez-Reverte

La carta esférica





Como ya saben, hay temporal.

La mar se enciende por el horizonte y los barcos y las personas nos guarecemos del eterno baile de mareas en puertos seguros.

Hoy estoy atracado en uno de esos puertos añejos, de murallas circundantes que sufrieron batallas y asedios…



Desde este navío en el que vivo, en el que duermo y mido el mundo, voy a lanzar un mensaje. Pero no en una botella que la corriente se lleve a cualquier playa, sino a los cuatro vientos para que todo navegante sepa lo mucho que admiro a un combatiente.


Veinte años estuvo Ulises fuera de su hogar, de su Ítaca querida, luchando por la vida en la toma de Ilión, mareado por ninfas y dioses caprichosos en el anchuroso ponto hasta que al fin regresó. Y del guerrero al que me refiero, puedo decir que superó a aquel navegante griego en un año de batallas. Veintiún años nada más y nada menos de reportero de guerra. La soledad, el horror, la tristeza, la rabia… Miles de sensaciones que se grabaron en su mente para luego dedicarnos ese regalo que son sus libros, sus novelas. Una lucidez en sus mensajes que da vértigo. Una madurez y sensatez que escapa a toda duda… Una elocuencia que acalla bocas necias, que abre otras mientras habla y que sabe mirar con ojos de lejanía…


Por eso fue él quien me enseñó a leer.

Y no me refiero a la suerte de enlazar sílabas en órdenes correctos, sino al hecho de observar y comprender, de ver fondo y no sólo superficie, a contemplar la vida desde el lado del enigma y la aventura, a la lúcida sensación de poder medir el mundo que me rodea según unos parámetros y unos valores, a poder analizar y ver la profundidad de lo que tengo delante, ya sea de papel y cartón o de ese elemento invisible del que está hecho el cosmos que llevamos en nuestro interior y que, irremediablemente, tiene que interactuar con el exterior.



Por eso le doy la enhorabuena y le doy las gracias por

toda su obra... Gracias con mayúsculas.




Gracias, Arturo Pérez.Reverte, por navegar y por continuar

trazando rumbos a seguir.



Gracias por volver a tenderme una tabla en este mar

de temporales.