El viento
pega fuerte en las ventanas, haciendo bailar los mandarinos en las aceras,
bamboleándose como niños escuálidos y reverentes.
La lluvia es fina, llevada a paños largos
por el levante húmedo del Estrecho; el día gris, de invierno recién entrado. La
mañana fría, de enero.
La gente deambula por la calle, formas
imprecisas como hormigas perdidas que buscan refugio, ajenas a que sobre ellos
está cayendo el sutil paño de la literatura.
E irremediablemente caigo en el teclado y
las palabras salen solas invocando abstracciones con vida propia.
Y de forma casi involuntaria, como si el
ente maléfico de las palabras prohibidas hubiera poseído mi interior,
comienzo a escribir mi quinta novela, escuchando el viento, sintiendo el calor
del flexo sobre mis manos en el teclado, el aroma del café cuyo humeante olor
empaña los cristales sobre los que aporrea la lluvia.
Para entonces yo ya no estoy allí.
Sino a miles de kilómetros.
Sumergido en un mar de palabras, de peligros
y de emociones que mis personajes comienzan a susurrarme al oído.
Susurros mezclados con el viento.
Con
los vaivenes de la lluvia y de la tormenta.