viernes, 8 de octubre de 2010

Desde nueve mil pies



“No eran mis fuerzas las que requerían cuidados,

era mi imaginación la que necesitaba alivio”


Joseph Conrad. “El corazón de las tinieblas”




Hay veces en las que el navío pasa por canales estrechos. Siento desde la borda cómo las ramas de los juncos acarician las tablas por el través, avisándome que hay tierra tan cercana que casi se puede decir que el barco fuera caminando… No siempre hay espacio suficiente para navegar a gusto…


Escribí estas líneas desde nueve mil pies de altura. Tras diez horas de vuelo a través del Atlántico, tocaba hacer escala para llegar, al fin, a nuestro destino. Otro avión… Solo que este era mucho más pequeño.


Había pasado ya la medianoche cuando comencé a sentir aquella sensación.

Por si no hubiera bastado con las interminables colas de facturación sembradas de retrasos inexplicables y sudores ajenos pululando con mirada extraviada a mi alrededor, justo a un par de asientos (si es que esas minúsculas latas de sardina merecen el calificativo) por delante mía, se extasiaban de su ego cinco jóvenes veinteañeras a las que les importaba un cirio la serenidad de las más de cien personas que compartíamos cansancio y sueño entre aquellos centímetros de lata voladora.


Fue una sensación extraña. Escalofrío, ganas reprimidas de inmolar creencias y apariencias y empezar desde cero. Deseos de abrir la ventanilla y gritar hacia lo alto, de descubrir al hombre que manipula nuestras conciencias tras la cortina mientras Dorothy sigue engañada y pedirle explicaciones por su castigo.


Me hubiera encantado disponer de una de esas trampillas que utilizan los malos de las películas para deshacerse de sus secuaces ineficaces. Sentado en un gran despacho con vistas, puro en mano, deslizaría mi dedo hacia el botón rojo oculto bajo la mesa activando el mecanismo que dejaría caer al vacío aquellos cinco asientos convertidos en verbena.


El avión dio con una turbulencia; miré por la ventanilla para ver si el ala seguía en su lugar, observando el destello que la iluminaba entera desde mi parcela de cincuenta por cincuenta centímetros. La típica broma del bache sonó desde atrás del supositorio estelar, entre tufos axilares y miradas de flagelados mientras las gozosas jóvenes seguían su estruendosa fiesta particular sin consideración alguna por los demás, tal y como lo harían en la salita de su sorda y prostíbula abuela.


Dejé caer la mirada hacia el manual de instrucciones de emergencias situado en el respaldo del asiento inmediatamente anterior al mío (prácticamente a un palmo de mi nariz), que mostraba a un señor avanzando a gatas en lo que parecía ser un pasillo central en llamas… Entonces pensé en lo ineficaz que era su diseñador, o que quizás éste viajara siempre en primera, ya que le faltó pintar las casi doscientas personas de resto de pasajeros que le estarían pisando cada hueso en aquel hipotético minuto incendiario, sobre todo si ese pasajero/a que gatea ha estado cantando en su asiento, jugando a las cartas con sus iguales y lanzando al aire bromas absurdas sin tener un mínimo de saber estar.


Miré de nuevo por la ventanilla y observé con alegría que la ciudad ya se divisaba en mitad de la oscuridad, nublándose, como nos nublamos nosotros mismos, entre la bruma del exterior en mitad de aquella jungla negra, mientras acababa las páginas del acertado libro que me acompañó durante aquel viaje: El corazón de las tinieblas.