lunes, 2 de agosto de 2010

La mujer de Yucatán


"¡Es preciso que parta y viva, o que me quede y muera!"


Romeo y Julieta. William Shakespeare



Cuando todo parece arrasado por el temporal, cuando parece que el mascarón quedará hundido en la última cabezada, cuando varía el viento y el navío se desvía haciéndonos creer que nos astillaremos junto a los corales… Es entonces cuando la mirada cambia, y sale a flote la proa, y utilizamos el viento a nuestro favor… Y la situación sigue entonces siendo la misma a bordo del navío… Incluso algo mejor, más fresca…


Ocurrió en México.

Cenaba una noche en un restaurante de la península de Yucatán cuando, entre tintineos de copas de vino y ceras derretidas de velas ambientales, la vi. Era una mujer joven, rubia de pelo corto, que miraba hacia la tenue luz de una llama oscilante con la cabeza algo ladeada, pensativa. Pasaba desapercibida entre la multitud, entre las decenas de mesas que amablemente atendían los oriundos camareros, afanados en servir la cena, poco acostumbrados quizás a asedios de la emoción entre sus comensales, o simplemente ajenos a la batalla que aquella mujer libraba a solas.


La mirada, nostálgica, hacia el asiento vacío al otro lado de su mesa, hacía presagiar que su acompañante no aparecería, que aquella vela romántica encendida en mitad de la mesa sólo alumbraría su rostro, sólo sería cómplice de su eterna espera, de su mirada que ya lo daba todo por perdido; como si no fuera en aquel momento cuando estaba siendo abandonada por el amor o por la suerte que la diosa Fortuna le negaba, sino que fuera un recuerdo el que acudía a su mente, una especie de aniversario de lo ocurrido. Y sin embargo allí estaba, en la cubierta de su propio navío intentando tomar nuevas demoras y seguir el rumbo en mitad del temporal de emociones que la envolvía.


Y fue entonces, cuando más negra se tornaba la mar y más oscilaba la tenue luz de la llama en su rostro, cuando pude observar que levantó el brazo llamando al camarero. Lo primero que se me pasó por la cabeza es que iba a pedir la cuenta de la copa de vino que acariciaba con sus manos y a retirarse resignada al abandono por parte de su amante. Sin embargo, fue entonces cuando comprendí que aquella era una de esas personas que no se asustan del temporal ni de la ventisca, que salen a cubierta a capear los vendavales que se presenten dando la cara cuantas veces haga falta a los desafíos que la vida propone…


El camarero se acercó, y ella, con una extraña sonrisa que nacía desde el más profundo de los mares de sus ojos, de la más gallarda figura de mujer, del más insondable deseo de vivir, le pidió que le sirviera la cena.


Y mientras el camarero acudía a la cocina con la comanda, ella hizo oscilar su cabello rubio hacia atrás, el rostro despejado, con una sonrisa fresca, la cabeza alta, liberada de lastres, con ganas de seguir navegando, observando las mesas de su alrededor, sintiéndose segura en mitad de aquel mar de palabras cruzadas, de miradas ajenas y de vidas que danzaban en aquel restaurante, en aquella noche calurosa de la península de Yucatán.


Aún recuerdo aquella sonrisa de tranquila seguridad cuando el navío se escora más de lo normal o cuando el bauprés besa las olas con demasiada fuerza…


Y entonces alzo el rostro y dejo que el barco siga navegando…

Y suavemente, la proa se levanta y el navío sigue surcando mares…