martes, 18 de febrero de 2014

Carnaval de Cádiz, poesía cantada

 
 
 
 





 
Qué pena…
Que con esa edad que tienes tengas tan poca humildad.
Que carezcas totalmente de tolerancia… Qué pena.
Qué pena que escupas sobre ti mismo, sobre las costumbres de tu tierra, que digas y difames sobre algo que no comprendes, que costó mucho años conseguir y que ha hecho tan feliz a tantas familias y generaciones sin daño alguno.
Recuerdo mis noches de adolescencia cantando coplas de Martínez Ares con mis amigos frente a la playa, en noches mágicas de lunas imposibles. Recuerdo la carnecita de gallina, recuerdo aquel brujo, recuerdo ese vapor, cada una de las letras que hicieron que aquella calle de la mar fuera la banda sonora de mi vida… Aquellas noches de final en las que nos reuníamos como quien observa una partida de magos entonando palabras mágicas que nos harían tomar rumbos seguros.
Y más tarde, cuando tocó irse lejos a buscarse la vida en ciudades lejanas, susurraba esos pasodobles y popurrís que me arropaban con su seguridad, aferrándome a mis orígenes, haciéndome sentir cerca mi costa de la luz…
Qué pena que insultes ese arte sin conocerlo, que no tengas interés alguno por escuchar una presentación a oscuras en el Falla, pero sí te quedes embobado con un programa americano de chulos y putas donde los constantes pitidos tapan las palabrotas.
Por eso, te compadezco.
Por eso esa pena de la que hablaba, se comienza a transformar en indiferencia.
Ignoro la infancia y la juventud precoz que te han regalado tan tremenda soberbia.
Ignoro si has disfrutado, reído, llorado de emoción, y se te han puesto los vellos de punta con las voces de una poesía cantada, porque en carnavales la gente no habla, sino canta, y canta poesía… Y poesía con letras mayúsculas, por las calles y por donde les salga de la hierbabuena…
Ignoro si alguna vez sentiste algo así.
Lo que sí te puedo asegurar es que yo te tolero.
Tolero tu opinión porque no soy como tú.
Pero te compadezco.
 
 
 


sábado, 15 de febrero de 2014

Aquella vieja librería





 
 



Aún recuerdo la sensación de entrar en una de aquellas viejas librerías donde casi todo podía ocurrir.
   Una de esas estancias donde el olor de la aventura, de la pasión, el misterio y la ternura se asomaban entre las tímidas cubiertas de un libro, de sus lomos de piel o de cartón, con esos títulos en rótulos relucientes.
   Siempre he sido un gran defensor del libro en papel, ya que además de leer soy bibliófilo, me gusta el objeto en sí, el libro con todo lo que le rodea, los antiguos volúmenes, el valorado hallazgo de una primera edición apenas usada, en buenas condiciones de conservación (y la valorada donación de alguien que sabe cuánto lo aprecio), el olor de la tinta, el parpadeo de sus páginas al pasarlas y sentir la áspera sensación de sus márgenes, el peso de sus hojas al quedar dormido cada noche a su lado, como si de una amante fiel se tratara.
   Pero, ¡Ay!… que las cosas cambian sin darnos cuenta.
   Yo que no quería ni ver un libro electrónico… Yo que difamaba de ellos y los veía como traidores del buen perfil lector… Qué equivocado estaba.
   Me embaucaron sus ventajas. Su peso imperceptible, su capacidad infinita y su luz nocturna. La discreta longitud de su perfil y la facilidad y rapidez para disponer de textos me hicieron olvidar las andaduras en busca de volúmenes imposibles o de títulos que se escaparan fuera del ámbito más comercial.
   No he dejado de atesorar mis libros preferidos en su formato original de páginas perecederas como la vida misma, de hojas que envejecen al mismo tiempo que sus dueños lectores, sin embargo…
   Sin embargo, no he podido evitar caer en sus redes.
   Y ahora, por las noches, cuando me voy a la cama con el libro electrónico en la mano, paso la mirada por mi biblioteca y mi colección de amantes miran con resignación a la más guapa, a la que duerme a mi lado, a la que les ha relegado a antiguas librerías donde cada vez entran menos clientes, negocios que algún día recordaremos de forma romántica cuando vayamos a un museo y nuestros nietos nos pregunten señalando una vitrina:
  –Abuelo, ¿qué son esos montones de hojas cosidas?
  –Son libros… Libros de verdad.