Aún recuerdo la sensación de entrar en una de aquellas
viejas librerías donde casi todo podía ocurrir.
Una de esas
estancias donde el olor de la aventura, de la pasión, el misterio y la ternura
se asomaban entre las tímidas cubiertas de un libro, de sus lomos de piel o de
cartón, con esos títulos en rótulos relucientes.
Siempre he sido
un gran defensor del libro en papel, ya que además de leer soy bibliófilo, me
gusta el objeto en sí, el libro con todo lo que le rodea, los antiguos
volúmenes, el valorado hallazgo de una primera edición apenas usada, en buenas
condiciones de conservación (y la valorada donación de alguien que sabe cuánto
lo aprecio), el olor de la tinta, el parpadeo de sus páginas al pasarlas y
sentir la áspera sensación de sus márgenes, el peso de sus hojas al quedar
dormido cada noche a su lado, como si de una amante fiel se tratara.
Pero, ¡Ay!… que
las cosas cambian sin darnos cuenta.
Yo que no quería
ni ver un libro electrónico… Yo que difamaba de ellos y los veía como traidores
del buen perfil lector… Qué equivocado estaba.
Me embaucaron
sus ventajas. Su peso imperceptible, su capacidad infinita y su luz nocturna.
La discreta longitud de su perfil y la facilidad y rapidez para disponer de
textos me hicieron olvidar las andaduras en busca de volúmenes imposibles o de
títulos que se escaparan fuera del ámbito más comercial.
No he dejado de
atesorar mis libros preferidos en su formato original de páginas perecederas
como la vida misma, de hojas que envejecen al mismo tiempo que sus dueños
lectores, sin embargo…
Sin embargo, no
he podido evitar caer en sus redes.
Y ahora, por las
noches, cuando me voy a la cama con el libro electrónico en la mano, paso la
mirada por mi biblioteca y mi colección de amantes miran con resignación a la
más guapa, a la que duerme a mi lado, a la que les ha relegado a antiguas
librerías donde cada vez entran menos clientes, negocios que algún día
recordaremos de forma romántica cuando vayamos a un museo y nuestros nietos nos
pregunten señalando una vitrina:
–Abuelo, ¿qué son
esos montones de hojas cosidas?
–Son libros…
Libros de verdad.
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