domingo, 9 de enero de 2011

El reposo de Bernini



Jamás creí que esperaría eso de una piedra.

Que hablase, me refiero.

Me ocurrió en la Galería Borghese, en Roma, observando el Apolo y Dafne de Bernini, los dedos de la ninfa en plena metamorfosis hacia hojas de laurel que según los restauradores suenan como el cristal más fino, símbolo de emperadores y héroes, el rostro desencajado, estupefacto de Apolo al sentirse rechazado en el amor.

Un poco más adelante, sentí cierto escalofrío al observar a Eneas huyendo de Troya, llevando a lomos a su padre. Y la misma sensación de ingravidez bajo mis pies hizo acto de presencia. Esperaba que aquellos ojos en los que se resumía el horror de la guerra más mítica de la historia se girasen hacia mí y me susurrasen al oído secretos inmortales.

Plutón clavaba en otra sala sus dedos a Proserpina, hundiéndolos en la carne de sus piernas de mármol blanco como si aquel tejido estuviera sintiendo borbotones de sangre en su interior, las lágrimas brotando, el gesto lascivo del rey de los infiernos, la delicadeza detallista del autor barroco, el estremecimiento que tan sólo la contemplación de su obra produjo en mí tal como si en realidad estuviera observando a seres mitológicos que algún día respiraron y que hubiesen quedado atrapados en su eterno envoltorio de piedra tras observar los ojos de la Gorgona.

Mientras, David tensaba la honda mirando hacia Goliat, ajeno a los turistas que pasaban a su alrededor, como un atleta que se concentra entre el fragor del público, pendiente de su víctima, mordiéndose el labio en un gesto de esfuerzo, movimiento constante en sus miembros, boca abierta la mía y risa hacia mis adentros al percatarme de que esperaba el lanzamiento.

Y cómo no, más tarde ya, en Santa María de la Victoria, el orgasmo más famoso de la obra esculpida, el más alto grado de goce espiritual y, por qué no decirlo si todo el mundo lo piensa, también carnal, del Éxtasis de Santa Teresa, ante cuyos ojos entreabiertos me quedé sin las mismas palabras que se quedaron los observadores del siglo XVII… Imagínenselo.

Gian Lorenzo aparece por muchos rincones de Roma.

Y fue al observar el efecto visual de la columnata de la Plaza de San Pedro o la Fuente de los Cuatro Ríos cuando me dije que quería ver el tipo de sepulcro que semejante artista de letras mayúsculas se habría hecho construir para su reposo eterno, para albergar los restos de un mago que daba vida a la piedra, que hacía circular la sangre bajo la fría piel de mármol de sus esculturas.

Indagué…

Estaba en la Basílica Santa María la Mayor.

Y allí que fui, buscando grandes altares que albergaran engloriados aquellos restos, mirando con ojos abiertos qué vibrante grupo pétreo daría sepulcro al artista, seguro y creyente de que sería el mejor de sus proyectos… Quién sino iba disponer del mejor de sus trazos para toda la inmortalidad contemplada.

Y por más que busqué, mis ojos no hallaban prodigio alguno en el lugar que especificaba el libro guía que llevaba. Sin embargo, al acercarme, la ví.

Y mi cuerpo volvió a estremecerse.

Me quedé allí, sonriendo, observando el humilde escalón de apenas un metro con su nombre grabado en la escalerilla lateral de subida al altar, "La noble familia Bernini en este lugar, espera la Resurrección"… ¡Un simple escalón era su tumba!

Curiosa aquella sensación.

Y caminando luego a orillas del Tíber llegué a la conclusión de que aquel hombre me había impresionado tanto por sus casi parlantes mármoles como por la sencilla losa que utilizó como mausoleo para descansar por siempre en los brazos del tiempo.