Salía
del agua y volvía a hundirse, lavando la superficie salada su mentón
y su boca, llenando de resplandores la mirada de espanto de aquel
hombre.
Se
negaba a hacerlo.
El
pesado lastre de sus bolsillos le hacía hundirse sin remedio,
haciendo que su vida se le escapara por cada poro de su cuerpo,
sintiendo frío, rabia y odio por la situación que estaba viviendo.
Se
negaba a vaciarlos.
Después
de que la santabárbara estallara, pocos habían sido los
supervivientes, náufragos en mitad del piélago tras el último
abordaje. Se había jugado la vida en ello y en el último momento
llenaba sus bolsillos de oro, colmaba el zurrón de metal amarillo
hasta estar seguro de tener suficiente como para vivir dos vidas por
todo lo alto.
Tragó
otro buche de agua.
Volvió
a hundirse... no... No iba a dejar aquel botín. Se lo había ganado
arriesgando su vida, cercenando gaznates ajenos de mercaderes
ilusos... No... Iba a nadar hasta alcanzar el resto del bauprés que
flotaba y luego patalearía hasta la costa cercana que se divisaba
allá por barlovento.
El
peso del zurrón hundió de nuevo su torso, y la cresta de una ola
tapó su boca y su cabeza.
Apenas
le quedaban fuerzas para llegar a la madera.
Sabía
que si soltaba el oro podría tener posibilidades de vivir... Pero
ese oro le pertenecía.
Pensaba
en eso mientras descendía hacia las profundidades, arrastrado por un
botín que jamás nadie iba a arrebatarle, imaginando la fabulosa
vida que hubiera tenido de haber llegado al bauprés.